miércoles, 19 de diciembre de 2007

¿Es posible recordar a las víctimas del terror mirando un cilindro? A mí se me antoja harto difícil, sobre todo cuando miras alrededor de la plaza y no descubres ninguna placa conmemorativa, ni ningún tipo de información que te lleve a pensar que aquello es en honor de las víctimas de un atentado terrorista. Incluso, dentro de la estación, es difícil encontrar el lugar donde, se supone, el viajero puede levantar la vista y ver los nombres de los muertos. Ahora que hace frío, uno tiene la impresión de que hay como un deseo de que la gente no recuerde o de que olvide pronto. Imagino que cuando pasen los años, y los bebés de hoy crezcan, la gente se preguntará qué carajo es ese cilindro de cristal. Y sólo los madrileños más viejos, los que vivieron aquellos días, estarán en condiciones de reavivar los hechos. Sucederá como con los monumentos de generales y reyes, que al cabo del tiempo nadie sabe quién es esa persona que, espada en ristre, saluda a lomos de un caballo. Pero, en el fondo, es posible que tampoco importe mucho el porqué. Tal vez, lo que hace que el monumento a las víctimas del 11m sea importante es que está dedicado a mucha gente anónima. A sus familiares. Y aunque, dentro de unos años nadie recuerde el motivo de ese cilindro, formará parte del paisaje, y los madrileños los verán como algo familiar, suyo, si importar su fealdad estética.
Lo que el viajero no acaba de comprender es por qué es tan difícil encontrar la entrada del interior del cilindro. Hay que llegar a la zona del metro y de trenes de cercanías, que está al otro lado de la zona de largo recorrido. Y en la entreplanta, por donde no transita mucha gente, a la derecha, se podrá ver una sala en penumbra y azulada, como un local a la espera de ser alquilado, con gente que mira a un agujero en el techo por donde entra una luz como de iglesia. A través de ese agujero se pueden ver todos los nombres de los asesinados. No hay más, no se necesita más. El simple hecho de alzar la cabeza al cielo, ya es un ejercicio de humildad suficiente para comprender un poquito el dolor de las víctimas.

martes, 4 de diciembre de 2007


A veces nos sucede que entramos en el metro con la esperanza de que el tren lo haga a la vez y no perder así tiempo; sin embargo, nos paramos en seco porque resulta que somos los únicos en todo el recinto. No hay tren, no hay gente, no hay ruido. Caminas en dirección a la cabecera y te sientes, te escuchas. Y, entonces, una chica asoma por la entrada lejana del otro andén. Se detiene, te mira, os miráis, y la sonrisa se repite en vuestros labios. Pero no decís nada, sólo camináis hacia un encuentro imaginario, porque estáis en andenes diferentes. Y en el cruce la mirada es más intensa, como si construyerais un puente sobre las vías. La gente comienza a llenar el lugar, y en breve algún tren acabará con esa historia de amor. Tal vez sea mejor así, incluso es probable que si las circunstancias hubieran sido mejores, no habría habido ninguna historia.
Desde que vivo en Madrid he tenido varias historias de amor de este tipo. Historias que parece que sí, pero en realidad ya ha sucedido lo que debía suceder. Las escaleras, los andenes, las calzadas, los túneles, los cruces, incluso ya puestos hasta el messenger, o el chat de gmail. No sé, creo que he vivido demasiadas historias de amor con demasiadas mujeres aquí en Madrid, pero aún conservo un regusto de que no es suficiente, de que debe de haber otra forma de sentirse querido en esta ciudad.

lunes, 3 de diciembre de 2007

Siempre he creído que el estado de estupidez en el que uno se halla cuando está enamorado se asemeja al hecho de tomar una tónica. Sí, ya sé que este parecido es tonto, naïf, pero resulta que cada vez que paseo por la Gran Vía y veo la enorme publicidad que ilumina la avenida, como un faro para protegernos de todo lo que nos encontramos a nuestro paso, no puedo evitar recordarla. Me ha dejado, definitivamente. Prefiere a otro porque es más feliz. Me lo dijo por sms. No es que no pueda estar conmigo, es que no quiere. Fue como el sorbo de una tónica, amargo y chispeante y doloroso al pasar por el gaznate.
La sensación que me queda al atravesar la Gran Vía, y ver el cartel enorme, es similar a la de tomar una tónica seca. Creo que no hay nada más estúpido que tomar una tónica seca. Es triste, patético, igual que cuando tu chica te dice que no te quiere lo suficiente. Paseas por la Gran Vía, y todo es degradante, jirones de gente salvada por las luces del anuncio.
Nadie toma una tónica sola, se toman acompañadas, como todo lo que hacemos en la vida. Sólo aquí, a lo largo de la Gran Vía, puedo ver que en el fondo, nos acompañamos porque no sabemos estar solos, tan aburridos como una tónica sola. Y me siento junto al limpiabotas del Palacio de la Música, le invito a una tónica y nos reímos. Observo cómo escupe sobre el zapato del cliente y le saca brillo, y el cartel parece más luminoso. La gente se detiene y aplaude su labor. Miro a todas las caras con la esperanza infantil de verla, pero no aparece, porque prefiere a otro. Y la tónica, sin sabor, es aún más amarga cuando se bebe caliente.

lunes, 26 de noviembre de 2007


La Gran Vía tiene algo extraño que no he visto en ninguna gran avenida del mundo. Es cierto que me gusta pasear por ella. Probablemente es uno de lo lugares más internacionales o cosmopolitas con los que el viajero se pueda encontrar. Es agradable ver tanta variedad de gente, especialmente los fines de semana, que se llena de turistas. A mí me gusta porque si se tiene paciencia y se sabe observar, al final llegan aquellas personas que desde pequeño he tenido entre mis predilectos. Hace poco, a eso del mediodía, en octubre, y un calor que pinchaba en el cogote, me crucé con Jaime Urrutia, el solista y alma de Gabinete Caligari. Nos cruzamos en el semáforo, el penúltimo antes de llegar a la calle Alcalá. Me quedé en medio de la calzada, tal que sorprendido. Joder, el de los Gabinete. Y las Cuatro Rosas, Camino Soria, Caray y otras obras maestras corrieron ufanas a mi cerebro. El sol dejó de pincharme, y la mañana duró todo el día.
En otra ocasión, me topé con Juan Manuel de Prada. El encuentro fue diferente. Me sorprendió porque era la segunda vez que coincidía con él en Madrid, y la tercera que nos encontrábamos. En Madrid, la primera vez fue en el metro. Línea 8, dirección Nuevos Ministerios. Probablemente él regresaba del aeropuerto. Estaba sentado entre dos asientos y su gordura se repanchigaba hasta el suelo. Yo permanecí de pie, un tanto azorado y sorprendido, con un libro que trataba de técnicas literarias. Al darme cuenta sentí cierta vergüenza, pero entonces recordé que desde Coños De Prada cada vez me ha decepcionado más. La segunda vez fue entre La Casa del Libro y el Palacio de la Música, que todo el mundo sabe que es una sala de cine. Él caminaba con una bolsa de La Casa del Libro, imagino que llena de libros, con aspecto de gran satisfacción. No era necesario que se apartara ante la gran cantidad de gente que inundaba las aceras, porque era él quien marcaba el sendero con su enorme corpachón, un tanto indolentemente. En fin, no fue nada del otro mundo mi segundo encuentro con este escritor, sólo sorpresa por tantas coincidencias.
Pero esta calle es también otra cosa. Cuando la atravieso tengo la sensación de encontrarme envuelto en un ambiente de provincianismo típico de la época de siempre en España. Es como si junto a todos los turistas, todo el cosmopolitismo, toda la modernidad aún siguiera allí aquello más castizo, más pueblerino y mezquino de todos los españoles. Como si el tiempo o las costumbres, o las ideas, no hubieran pasado por allí. Sí, es cierto que hay más prostitución y drogas que hace unos años, que el ambiente se sigue degradando pero, como el sarro de los dientes, el Madrid de siempre está allí. Y, al final, a pesar de los cabreos, aceptas que la Gran Vía es como tu familia, forma parte de ti, de lo que eres, aun sin quererlo.

domingo, 18 de noviembre de 2007

Siempre, ya no recuerdo desde cuándo, cada vez que entro en una librería, o papelería-librería, compro más de lo que quiero o necesito. En una ocasión, entré a por un bolígrafo, apenas tenía tiempo, porque debía comenzar mis clases. El caso es que salí del lugar con un bolígrafo y cuatro libros.
Algunas personas tenemos la necesidad, el vicio, o lo que sea, compulsivo de tener libros a nuestro alrededor. Preferimos comprar que tomar prestados de la bibliotecas o que pedirlos a nuestros amigos. Nos gusta que nuestro espacio vital, nuestro entorno, esté lleno de libros. Pasear por la casa, por el pasillo, la sala de estar, el dormitorio, incluso el baño. Todo lleno de libros. Probablemente los psicólogos lo consideran una patología o neurosis, o como quieran llamarlo. En cualquier caso, seguro que no nos ven como personas normales. Y nos clasificarán dentro del grupo de "compradores compulsivos", y comenzarán a enumerar las causas de nuestra compulsividad. Insatisfacción personal, frustración laboral, complejo de inferioridad, personalidad débil, etc. Pero se equivocan, no tienen ni idea de porqué a algunas personas nos suceden estas cosas.
Nuestras vidas están hechas de cosas. La mía, en concreto, de libros. Y todos mis recuerdos están, inexorablemente, unidos a un libro.
Aún está muy reciente lo sucedido los últimos meses. Dentro de unos años, cuando recuerde mi cambio de casa en septiembre, mi hartazgo como profesor, o mi reencuentro con una mujer que, ahora ella, no me quiere lo suficiente, lo que aparecerá en primer plano será La carretera, de Cormac McCarthy. No es que lo que me ha pasado tenga que ver con la novela, pero uno, al final, tiende a relacionarlo todo. Y así, la tristeza, la falta de comunicación, las medias verdades en los diálogos entre el padre y su hijo, están en todo lo que yo he vivido. Y es lo que quedará.
¿Y por qué la foto de La Casa del Libro? Porque es ahí donde más feliz he sido desde que vivo en Madrid.

jueves, 15 de noviembre de 2007


Cuando era pequeño y vivía en Ciudad Real, y viajar a Madrid era una aventura de cuatro horas y transbordo en Alcázar de San Juan, de vez en cuando llegaban noticias de la capi. Recuerdo que en una ocasión leí una noticia acerca de un acontecimiento cinematográfico en unos cines llamados "Jean Renoir". Era la época en que yo flirteaba con el cine, cuando sentía una curiosidad exacerbada por la nouvelle vague, por los cineclubs, por los cineforums, por las pelis de tesis y ensayos, etc. Y, desde aquellos momentos, los cines Renoir se convirtieron, en mi memoria selectiva, en uno de los lugares a donde iba cuando quería sentirme entre algodones. Ahora, a pesar de vivir en Madrid, no he entrado todavía en ninguno de los cuatro cines Renoir. No sé por qué, pero tal vez sea para evitar que la realidad destruya mi pasado.

domingo, 4 de noviembre de 2007


Cerca del metro de San Lorenzo está la m4o, y al otro lado un conglomerado de multinacionales, bancos y empresas de muy diverso pelaje. La foto corresponde al lugar por el que todos los ejecutivos, brokers y empleados han de pasar para llegar a sus puestos de trabajo. Lo que no se ve corresponde a la parte cutre, a los edificios de la época de Franco, todos de protección oficial, y todos destinados a gente sin muchos recursos. Hay calles que no existen, que sólo son pasos entre dos edificios, rodeados de jardines sin cuidar, sin apenas tráfico, con los niños y los churumbeles de aquí para allá.
Yo salgo del metro, camino unos ocho minutos entre piedras, adoquines y follaje selvático, y llego al umbral del Olimpo. Siempre leo el mensaje que reza en la puerta: tu vida es una puta mierda y lo sabes. Y me veo, entonces, como el general romano que, al entrar triunfante en la ciudad eterna, venía acompañado de una especie de aguafiestas que le recordaba que era mortal, y que moriría.
En este lugar imparto clases de español a cinco ejecutivos del BBVA. Matemáticos, economistas, abogados, etc., todos trabajando en comunión por el bien de la empresa, que no tiene otro cometido que el de hacer que sus trabajadores ganen dinero usando como mercancía el dinero. Estoy seguro de que la bondad de su carácter, el de mis estudiantes, se debe, estoy seguro de ello, a la máxima que cada día han de leer irremediablemente.
Recuerdo que uno de ellos, cuando le dije lo que era, profesor de español y aspirante a vivir de la literatura, me dijo muy sorprendido: "¡¡trabajas en lo que te gusta!!". Por supuesto, y no podría ser de otro modo.
Tal vez la frase me gusta porque siempre la he tenido en cuenta. Tu vida es una puta mierda y lo sabes. Siempre, de un modo u otro (intuitivamente), he sabido que nuestras vidas no valen tanto como a menudo solemos pensar. Al fin y al cabo, en unos pocos años ¡puff!! habremos desaparecido. Y la gente seguirá como si tal cosa. Algunos nos recordarán, claro, pero ¿cuánto tiempo? ¿20 años, tal vez 50? ¿y luego, qué? Por eso, siempre es preferible una profesión que llegue, de una forma o de otra, al corazón de la gente. Entre las mejores están las creativas. La literatura, sin duda, destaca por encima de todas porque usa palabras, que es la forma que tenemos los seres humanos de relacionarnos con la realidad. Poner nombres a las cosas, identificarlas, creo que ha sido lo más grande que ha hecho el ser humano, porque al poner nombre a lo que le rodea o a lo que siente o a lo que experimenta, está diciendo no sólo que está vivo sino que, además, lo sabe. Sólo así, es posible, entonces, la supervivencia. Sólo así conocemos la realidad y, por lo tanto, a nosotros mismos, no antes. Y sólo así, la gente puede recordar lo que escribimos, y repetirnos eternamente, como hoy repetimos a Homero o Dante, o Shakespeare, o Cervantes, o Faulkner o McEwan. Y todo ello, porque sabemos que nuestras vidas no son gran cosa. Por eso es importante escribir y por eso algunas profesiones son intrascendentes.

domingo, 12 de agosto de 2007




La Glorieta de Cuatro Caminos es una plaza en la que confluyen cinco calles y una callejuela, El camino de Los Artistas. Todas las calles son de doble sentido, pero Los Artistas sólo es de entrada. Emboscarse en ella supone conocer los riesgos de tamaña aventura. Si uno desea salir, puede hacerlo por alguna de las otras callejuelas que la cortan. La de Cicerón o, mejor aún, Dulcinea o Don Quijote, que son las dos que cortan mi manzana, o cuadra como dicen por acá. Si el otro día despotricaba contra este submundo, hoy sólo comentaremos.

El día que vine a ver el apartamento, el ocho de enero, no suponía que deseara marcharme tan pronto. Sin embargo, hay vida, mucha vida alrededor del McDonalds que vigila la Glorieta. Todos los domingos, como antes entorno a las iglesias, se forma una barahunda de gente increíble. Algunos, incluso, compran hamburguesas. De aquí hasta Plaza de Castilla, está lo que se ha dado en llamar el Bronx de Madrid. O algo así. Los Artistas queda del otro lado, lógico, el del bueno. A tiro de piedra del mercado de las Maravillas, famosísimo en Madrid por la calidad de sus productos, afirman quienes lo conocen. De momento, yo me he paseado por su interior y, en verdad es fantástico o, mejor, interesante.

sábado, 4 de agosto de 2007


Ser artista en Madrid es como ser puta en la Casa de Campo. A nadie le importa. Pero, al igual que a las putas de la Casa de Campo, recién expulsadas de su lugar de trabajo, nos sucede que en Madrid tenemos las mejores oportunidades para poder ver nuestros textos publicados. Por supuesto, esto no tiene nada que ver con el hecho de vivir en La calle de los Artistas, que se llama así porque en su interior se hallan seis artistas por metro cuadrado. Artistas del sexo, del mangoneo, de cómo beber desde las cuatro de la tarde y seguir haciéndolo hasta las seis de la mañana como si tal cosa, artistas del pis, de cómo llenarlo todo de mierda y parecer natural. Además, hay algunos que se dedican a escribir. Yo. O a pintar, un vecino mío. Pero he decidido marcharme de aquí. Mi vecino, el pintor, cada día está más desquiciado. A sus más de sesenta años todavía nadie se ha dado cuenta de lo bueno que es. Eso me cuenta casi a diario. Se ha pintado todos los rincones del Retiro, incluso aquellos que nadie sabía que existían. El otro día me explicó que se vino a este callejón para ver si así el arte afloraba en toda su intensidad. Yo me vine porque no encontré nada mejor en los pocos días que busqué.
La calle de Los Artistas es retorcida, imprevisible en sus múltiples recodos, sorprendente siempre, bulliciosa en los primeros tramos y tenebrosa hacia el final, donde vivo. Los Artistas es una calle que la gente decente no quiere recorrer, prefiere atravesarla. Otros preferimos marcharnos.

domingo, 15 de julio de 2007

Ahora ya no, han pasado varios meses y las cosas comienzan a ser repetitivas. Pero, durante las primeras semanas de vivir en Madrid, siempre, cada día, cada vez que entraba en algún vagón de metro, olía a aceitunas. Era como si alguien se preocupara de tenerme el alma contenta.
En cierta ocasión, recuerdo, había un niño regordete comiendo gusanitos y fritos y cosas de matutano llenas de maravillosa grasa, pero con un olor increíblemente fuerte. No importó en absoluto, allí al entrar estaban como esperándome, mis aceitunas de Jaén, o de Ciudad Real, que para el caso es lo mismo.
No sabría decir exactamente cuándo esta sensación dejó de repetirse, pero sí sé que el día siguiente al robo parecía que había, no personas, sino olivos dentro del metro. ¿Os imagináis que en los andenes, o en los pasillos interminables se hubieran plantado olivitos acompañándonos a lo largo del día?