lunes, 26 de noviembre de 2007


La Gran Vía tiene algo extraño que no he visto en ninguna gran avenida del mundo. Es cierto que me gusta pasear por ella. Probablemente es uno de lo lugares más internacionales o cosmopolitas con los que el viajero se pueda encontrar. Es agradable ver tanta variedad de gente, especialmente los fines de semana, que se llena de turistas. A mí me gusta porque si se tiene paciencia y se sabe observar, al final llegan aquellas personas que desde pequeño he tenido entre mis predilectos. Hace poco, a eso del mediodía, en octubre, y un calor que pinchaba en el cogote, me crucé con Jaime Urrutia, el solista y alma de Gabinete Caligari. Nos cruzamos en el semáforo, el penúltimo antes de llegar a la calle Alcalá. Me quedé en medio de la calzada, tal que sorprendido. Joder, el de los Gabinete. Y las Cuatro Rosas, Camino Soria, Caray y otras obras maestras corrieron ufanas a mi cerebro. El sol dejó de pincharme, y la mañana duró todo el día.
En otra ocasión, me topé con Juan Manuel de Prada. El encuentro fue diferente. Me sorprendió porque era la segunda vez que coincidía con él en Madrid, y la tercera que nos encontrábamos. En Madrid, la primera vez fue en el metro. Línea 8, dirección Nuevos Ministerios. Probablemente él regresaba del aeropuerto. Estaba sentado entre dos asientos y su gordura se repanchigaba hasta el suelo. Yo permanecí de pie, un tanto azorado y sorprendido, con un libro que trataba de técnicas literarias. Al darme cuenta sentí cierta vergüenza, pero entonces recordé que desde Coños De Prada cada vez me ha decepcionado más. La segunda vez fue entre La Casa del Libro y el Palacio de la Música, que todo el mundo sabe que es una sala de cine. Él caminaba con una bolsa de La Casa del Libro, imagino que llena de libros, con aspecto de gran satisfacción. No era necesario que se apartara ante la gran cantidad de gente que inundaba las aceras, porque era él quien marcaba el sendero con su enorme corpachón, un tanto indolentemente. En fin, no fue nada del otro mundo mi segundo encuentro con este escritor, sólo sorpresa por tantas coincidencias.
Pero esta calle es también otra cosa. Cuando la atravieso tengo la sensación de encontrarme envuelto en un ambiente de provincianismo típico de la época de siempre en España. Es como si junto a todos los turistas, todo el cosmopolitismo, toda la modernidad aún siguiera allí aquello más castizo, más pueblerino y mezquino de todos los españoles. Como si el tiempo o las costumbres, o las ideas, no hubieran pasado por allí. Sí, es cierto que hay más prostitución y drogas que hace unos años, que el ambiente se sigue degradando pero, como el sarro de los dientes, el Madrid de siempre está allí. Y, al final, a pesar de los cabreos, aceptas que la Gran Vía es como tu familia, forma parte de ti, de lo que eres, aun sin quererlo.

domingo, 18 de noviembre de 2007

Siempre, ya no recuerdo desde cuándo, cada vez que entro en una librería, o papelería-librería, compro más de lo que quiero o necesito. En una ocasión, entré a por un bolígrafo, apenas tenía tiempo, porque debía comenzar mis clases. El caso es que salí del lugar con un bolígrafo y cuatro libros.
Algunas personas tenemos la necesidad, el vicio, o lo que sea, compulsivo de tener libros a nuestro alrededor. Preferimos comprar que tomar prestados de la bibliotecas o que pedirlos a nuestros amigos. Nos gusta que nuestro espacio vital, nuestro entorno, esté lleno de libros. Pasear por la casa, por el pasillo, la sala de estar, el dormitorio, incluso el baño. Todo lleno de libros. Probablemente los psicólogos lo consideran una patología o neurosis, o como quieran llamarlo. En cualquier caso, seguro que no nos ven como personas normales. Y nos clasificarán dentro del grupo de "compradores compulsivos", y comenzarán a enumerar las causas de nuestra compulsividad. Insatisfacción personal, frustración laboral, complejo de inferioridad, personalidad débil, etc. Pero se equivocan, no tienen ni idea de porqué a algunas personas nos suceden estas cosas.
Nuestras vidas están hechas de cosas. La mía, en concreto, de libros. Y todos mis recuerdos están, inexorablemente, unidos a un libro.
Aún está muy reciente lo sucedido los últimos meses. Dentro de unos años, cuando recuerde mi cambio de casa en septiembre, mi hartazgo como profesor, o mi reencuentro con una mujer que, ahora ella, no me quiere lo suficiente, lo que aparecerá en primer plano será La carretera, de Cormac McCarthy. No es que lo que me ha pasado tenga que ver con la novela, pero uno, al final, tiende a relacionarlo todo. Y así, la tristeza, la falta de comunicación, las medias verdades en los diálogos entre el padre y su hijo, están en todo lo que yo he vivido. Y es lo que quedará.
¿Y por qué la foto de La Casa del Libro? Porque es ahí donde más feliz he sido desde que vivo en Madrid.

jueves, 15 de noviembre de 2007


Cuando era pequeño y vivía en Ciudad Real, y viajar a Madrid era una aventura de cuatro horas y transbordo en Alcázar de San Juan, de vez en cuando llegaban noticias de la capi. Recuerdo que en una ocasión leí una noticia acerca de un acontecimiento cinematográfico en unos cines llamados "Jean Renoir". Era la época en que yo flirteaba con el cine, cuando sentía una curiosidad exacerbada por la nouvelle vague, por los cineclubs, por los cineforums, por las pelis de tesis y ensayos, etc. Y, desde aquellos momentos, los cines Renoir se convirtieron, en mi memoria selectiva, en uno de los lugares a donde iba cuando quería sentirme entre algodones. Ahora, a pesar de vivir en Madrid, no he entrado todavía en ninguno de los cuatro cines Renoir. No sé por qué, pero tal vez sea para evitar que la realidad destruya mi pasado.

domingo, 4 de noviembre de 2007


Cerca del metro de San Lorenzo está la m4o, y al otro lado un conglomerado de multinacionales, bancos y empresas de muy diverso pelaje. La foto corresponde al lugar por el que todos los ejecutivos, brokers y empleados han de pasar para llegar a sus puestos de trabajo. Lo que no se ve corresponde a la parte cutre, a los edificios de la época de Franco, todos de protección oficial, y todos destinados a gente sin muchos recursos. Hay calles que no existen, que sólo son pasos entre dos edificios, rodeados de jardines sin cuidar, sin apenas tráfico, con los niños y los churumbeles de aquí para allá.
Yo salgo del metro, camino unos ocho minutos entre piedras, adoquines y follaje selvático, y llego al umbral del Olimpo. Siempre leo el mensaje que reza en la puerta: tu vida es una puta mierda y lo sabes. Y me veo, entonces, como el general romano que, al entrar triunfante en la ciudad eterna, venía acompañado de una especie de aguafiestas que le recordaba que era mortal, y que moriría.
En este lugar imparto clases de español a cinco ejecutivos del BBVA. Matemáticos, economistas, abogados, etc., todos trabajando en comunión por el bien de la empresa, que no tiene otro cometido que el de hacer que sus trabajadores ganen dinero usando como mercancía el dinero. Estoy seguro de que la bondad de su carácter, el de mis estudiantes, se debe, estoy seguro de ello, a la máxima que cada día han de leer irremediablemente.
Recuerdo que uno de ellos, cuando le dije lo que era, profesor de español y aspirante a vivir de la literatura, me dijo muy sorprendido: "¡¡trabajas en lo que te gusta!!". Por supuesto, y no podría ser de otro modo.
Tal vez la frase me gusta porque siempre la he tenido en cuenta. Tu vida es una puta mierda y lo sabes. Siempre, de un modo u otro (intuitivamente), he sabido que nuestras vidas no valen tanto como a menudo solemos pensar. Al fin y al cabo, en unos pocos años ¡puff!! habremos desaparecido. Y la gente seguirá como si tal cosa. Algunos nos recordarán, claro, pero ¿cuánto tiempo? ¿20 años, tal vez 50? ¿y luego, qué? Por eso, siempre es preferible una profesión que llegue, de una forma o de otra, al corazón de la gente. Entre las mejores están las creativas. La literatura, sin duda, destaca por encima de todas porque usa palabras, que es la forma que tenemos los seres humanos de relacionarnos con la realidad. Poner nombres a las cosas, identificarlas, creo que ha sido lo más grande que ha hecho el ser humano, porque al poner nombre a lo que le rodea o a lo que siente o a lo que experimenta, está diciendo no sólo que está vivo sino que, además, lo sabe. Sólo así, es posible, entonces, la supervivencia. Sólo así conocemos la realidad y, por lo tanto, a nosotros mismos, no antes. Y sólo así, la gente puede recordar lo que escribimos, y repetirnos eternamente, como hoy repetimos a Homero o Dante, o Shakespeare, o Cervantes, o Faulkner o McEwan. Y todo ello, porque sabemos que nuestras vidas no son gran cosa. Por eso es importante escribir y por eso algunas profesiones son intrascendentes.