sábado, 26 de abril de 2008

A veces voy a pie al trabajo. Camino un rato por el Paseo del Prado y luego por Recoletos y ya llego. Desde hacía varias semanas veía siempre la exposición de esculturas del artista polaco. Pero el otro día me sorprendió que estuviera siendo quitada. Uno acaba acostumbrado incluso a lo más efímero, al arte, especialmente al callejero. Y me encuentro, entonces, con una de las cabezas rodantes, cuyas cuencas de los ojos han sido cubiertas, probablemente para que no descubra, hasta que sea ya demasiado tarde, cuál será su nueva ubicación. Imagino que lo que pretende el artista es que el alma que subyace a las imágenes perviva en todo lugar y toda época; sin embargo, se me ocurre que tal vez la calle no sea el mejor ambiente para estas imágenes. En Madrid, en las calles de Madrid, la vida es pasajera. El haber estado estas estatuas durante varias semanas en el Paseo del Prado, ¿las ha hecho más humanas? No lo sé. Sí sé, sin embargo, que a la gente que las recorría, que se relacionaba con ellas a diario, como yo, o por casualidad, como los turistas, ya no nos decían nada (a los turistas Madrid nunca les dirá nada). Es más, estoy seguro de que la idea de decadencia, de lo roto que aparentaban mostrar, sólo interesaba a los entendidos en arte, que son un puñado, y con los que a menudo me cruzaba, confundidos entre las esculturas.
Continúo. Cruzo el museo del Prado, Neptuno, el Ritz, la Bolsa, el museo del Ejército y llego a la Casa de América. Me llama la atención el aspecto que exhibe la fachada principal. Tan pronto parece una muestra de los escaparates de Amsterdam, como inmediatamente se transforma en un mosaico, casi insultante por lo ingenuo, de las iglesias. Pero no. Son fotografías de algunos de los varios miles de personas secuestradas por las FARC. Y un lema acerca de las tres mil vidas cautivas, etc. La Casa de América mira a Cibeles, Alcalá, y cuando se estira incluso ve la Gran Vía y la Puerta del Sol. Pero dudo mucho de que a los madrileños les importe sobremanera que haya tres mil personas secuestradas por terroristas. Creo que a nadie le importa mucho. No pretendo comparar, pero pienso que tampoco creo que a nadie le importen mucho los detenidos en Guantánamo, o en otras muchas cárceles. Bueno, dejemos la demagogia. Me llama gratamente la atención que hayan expuesto fotografías enormes, simplemente. Pensaba que a los que gestionan ese edificio no les importaba mucho, o tanto como a los madrileños, la suerte de la gente en manos de terroristas. Hoy, sin embargo, leo en un periódico que la misma Casa de América ha anulado una conferencia de Zoe Valdés, escritora cubana exiliada en París. En su lugar hablará un político del gobierno de los Castro. Hay cosas que sólo son posibles en Madrid. Vuelvo la vista y ya no veo la escultura con los ojos vendados. Me lamento y entro a trabajar.

sábado, 29 de marzo de 2008

En el periódico dice el titular: "Mugabe, amenazado con una sublevación al estilo de Kenia." Pero la foto que acompaña la noticia, comunica exactamente lo contrario. Una mujer se arrastra, con su hijo a sus espaldas, bajo los alambres de espino, como si de unos entrenamientos militares se tratara. Y el pie reza así: "una mujer zimbabuense con su hijo a cuestas cruza ayer, ilegalmente, la frontera de su país con Suráfrica." No voy a hacer ninguna comparación entre la realidad y Madrid. Es imposible, y es obsceno. Pero el alambre de espino me ha recordado que hay un edificio cerca de Sáinz de Baranda rodeado por un muro al que corona un largo alambre de espino. Las hojas del portón no cierran bien, así que el viajero puede ver mínimamente el patio interior. Hay una, tal vez varias, camionetas. Quizá son de transporte urgente. He pensado que, quién sabe, ese edificio es usado por algún grupo dedicado al tráfico de seres humanos. Sí, ya sé que es exagerado. Pero, de repente he visto a la mujer que se arrastraba por el barro, saltando el muro e rajándose todo el cuerpo para lograr la libertad. Porque al fin y al cabo, eso es lo que busca la gente. Libertad. Por eso Madrid, más que ninguna otra capital europea, se llena de extranjeros provenientes de lugares donde no hay libertad. Uno siente que hay más libertad, menos tensión que en otras partes de España. Los madrileños no son daltónicos, y por eso los alambres de espino, todos los sabemos, no tienen como finalidad impedir que alguien salga, sino protegerse de que alguien entre. La libertad es eso, saberte seguro y confiado. Por eso, una mujer arriesga su vida por el barro y los alambres de espino, y por eso alguien en Madrid lo usa para ser aún más libre.
Acabo de leer en un periódico digital lo siguiente: "Llega la hora del Planeta", así, con mayúsculas. Al principio, claro está, he pensado que se trataba de algún supermegapremio de la Editorial Planeta. Algo tan sorprendente que dejaría el Premio Planeta en cosa provinciana. Pero resulta que de lo que se trata es del planeta Tierra. Parece ser que hay pensado que hoy 29 de marzo, a las 20:00 horas de tu franja horaria, se apaguen las luces de tu ciudad.
¿Alguien se imagina Madrid a oscuras? Y, ¿por qué a las ocho de la tarde? Si la finalidad es hacer algo simbólico, lo lógico sería a medianoche, cuando las luces de las discotecas están comenzando a subir la intensidad, y los bares están atiborrados de seres ávidos de cervezas y pinchos. Y si de lo que se trata es de ahorrar energía, también a las doce de la noche habría sido mejor que a las ocho de la tarde, ¿ya es de noche?
La noticia continúa, y nos cuenta que más de doscientos ochenta mil personas de todo el mundo, no de Madrid, sino de todo el mundo, se sumarán al acto. A esto hay que sumar más de veinte mil empresas que, como todos sabemos, trabajan los sábados, en plan estajanovista. Pero, ¿hay alguien que se tome en serio este acto? Porque seguro que es una broma, al fin y al cabo el uno de abril está cerca, y dado que cae en diario, tal vez...
Me gustaría saber qué pasaría en realidad si una Nochebuena todo Madrid, no diré ya todas las capitales del mundo, no, sólo Madrid, se quedara a oscuras. Apagón que te crió. ¿Qué haría el Corte Inglés? Podría suceder que, como ahora nos quieren concienciar, el ayuntamiento hubiera convencido a todos los empresarios para que, no sólo apagaran las luces durante una hora, sino que no abrieran ese día. De verdad, ¿os podéis imaginar el caos de esta ciudad? Yo no. Es más, creo que sería imposible. Si Madrid se caracteriza por algo, creo, es por ser bastante ácrata, al margen del color del gobierno. Por lo que me parece que nunca los madrileños escucharían las ocurrencias de un alcalde con poco sentido común y mucho progresismo.

miércoles, 12 de marzo de 2008

El viajero, poco acostumbrado a las exquisiteces, a veces se encuentra con que en algún teatro, por ejemplo El Español, un grupo de gente entusiasta, por ejemplo la compañía Mijail Chéjov, representa una obra sencilla en su puesta en escena, pero complejísima y llena de matices.
En Chéjov en el jardín vemos el espíritu del escritor pasear por su jardín, mezclado entre diferentes personajes que fueron importantes en la vida del dramaturgo. Todos llegan al lugar debido a una amnesia. Allí, a lo largo de las cuatro estaciones del año, el viajero ve lo efímero del tiempo, gente que busca un sentido a la vida. Se ve, también, un tono jocoso humorístico de la torpeza del ser humano, y de los obstáculos que no nos permiten avanzar.
Pero, en el fondo, de lo que trata es de la espera de Chéjov. Los seis personajes están convencidos de que el maestro llegará de un momento a otro. Pero no llega (como en Esperando a Godot). Y esperan que cuando el autor aparezca les dé algún sentido a sus vidas (como en Seis personajes en busca de un autor). Y es que toda la obra es un homenaje al teatro; es un metateatro de dos horas, que pasan desapercibidas al viajero ávido de experiencias que le hagan sentir vivo.
La entrada se realiza por el escenario, y de allí a una grada minúscula, donde se hallan los asientos del espectador. La propia incomodidad de los asientos nos avisa de que aquello que vamos a ver sólo es para los que se esfuerzan, para los que no aceptan lo fácil como si fuera lo único posible. En todo el teatro tal vez había unas ciencuenta personas, no más.
No sé qué podría decir que relacionara esta obra con Madrid, pero me resulta casi imposible imaginar su representación en una capital de provincias, con gente adocenada, satisfechas de haberse conocido, o en lugares más preocupados por hacer valer una lengua o una cultura que por buscar la cultura y la verdad. Esta obra habla de Chéjov, de la verdad, del teatro, del sentido común, de la sencillez de lo importante, de la imposibilidad de encontrar, de lo importante que es buscar. Y estas cosas, creo yo, suceden a diario por las calles de Madrid.


jueves, 28 de febrero de 2008

Cuando el viajero pasea por Madrid acaba acostumbrado a cruzarse con mujeres espectaculares, neumáticas, archiperfectas, atléticas, dinámicas y en absoluto vulnerables o siquiera accesibles para quien tiene prisa. Son mujeres que requieren su tiempo, su cuidado, incluso a veces de la inteligencia del viajero para conseguir una sonrisa o una mirada que hagan el caminar más informal.
Las mujeres de verdad, sin embargo, además de tener curvas, dan calor a quien se aproxima a ellas. El problema es que estas mujeres apenas abundan. Para encontrarlas se precisa de una buena brújula y un amplio conocimiento de las calles de la ciudad, de sus rincones y secretos. De lo contrario, se corre el riesgo de perderse entre falsificaciones de las que luego ya no es posible desprenderse.
Ahora, a las mujeres que valen la pena les gusta tener energía, ir rápido a todo, saber hablar de todo, sonreír e incluso enfadarse con uno si es necesario. Pero el calor, la cercanía que expelen nunca llega a materializarse. Son dulces, amigables e, incluso, muy sensuales. Hay algo, sin embargo, que las iguala a las neumáticas. La dificultad para ser normales. Cuando hablan con el viajero, lo hacen siempre con recelo. En el fondo, no acaban de creerse que sólo te interese charlar, o tomar café. La reacción de las neumáticas es, empero, distinta. Como no te creen, te ponen sus pechos chirriantes como neumáticos nuevos en la cara, con la esperanza de descubrir que hay truco. Y uno sólo quiere charlar y pasar un rato agradable con una mujer. Ya llegará el sexo, si es que ha de llegar.
Y cuando el sexo llega, todo depende. A veces al viajero le urgen cuidados intensivos, y en otras ocasiones, agotado de conocer y descubrir, el viajero quiere el confort que produce sentir que estás en casa, sentir que los dedos dulces de una mujer saben llegar a lo más profundo de tu alma, y completan el último tramo del viaje, el que hace que vivir en Madrid sea inolvidable.

viernes, 22 de febrero de 2008

Hace unos días unas esculturas de Igor Mitoraj alegran o no el Paseo del Prado. El motivo se debe a que ya ha abierto la Caixa Forum en el centro del mismo Paseo. Uno tiene la impresión de que lo que se persigue con todo esto no es sino atraer al público como si fueran clientes de una discoteca o una tienda de ropa. Imagino que de eso se trata, al fin y al cabo. La CaixaForum de Madrid es un edificio que flota, ligero, sostenido por su propio anhelo de subsistir más allá de la belleza temporal, en medio de los tres grandes museos de la ciudad.
La foto de la derecha es de una de las esculturas. Cuando la vi no pude más que pensar en Madrid. Esa escultura se me antoja que ha sido hecha pensando en esta ciudad. El crecimiento constante, lento pero inexorable, acaba siendo como el rostro seco que se llena de cuarterones, como la tierra sin agua. Cada grieta es una calle, una herida, una idea o un prejuicio que convierte en gueto aquello que rodea. Y, al final, sólo quedan grupos de personas carentes, pobres de algo. Tetuán, Lavapiés, Chueca, Vallecas, hoy se las conoce por el tipo de personas que viven en su interior, por su origen o tendencia sexual o el color de la piel o los negocios a los que se dedican. Al turista siempre le gustará conocer la ciudad a carta cabal. Y, tal vez, las ciudades, Madrid, se hayan organizado pensando en el que llega para marcharse pronto.
Pero el viajero, sin embargo, pasea como el funambulista bordea sus límites, y se impregna de cada cosa lo suficiente como para no olvidar que hay que seguir. El viaje, por las carreteras o los surcos, es lo que puede salvar a Madrid; caminar, conocer, echar agua en los cuartos de tierra y poblar las cuencas de los ojos para mirar.

miércoles, 6 de febrero de 2008

En una ciudad sin apenas pasado en sus edificios, llama la atención algunos rincones que se hallan en el centro, más propios de una ciudad medieval. Si el viajero pasea por la calle Mayor en dirección al Palacio Real llegará, más pronto que tarde, a la calle de los Coloreros, pequeñita y estrecha que no impide, sin embargo, que los hosteleros la llenen de mesas y sillas para los turistas. La calle, que se halla a la derecha de la imagen, es como una rampa que, inexorablemente, te conduce al lugar de la foto . Ésta es la entrada al Pasadizo de San Ginés, junto a la plazuela del mismo nombre. En este lugar halló refugio y consuelo Max Estrella, ciego de vista y de alcohol. Ahora hay la Chocolatería San Ginés, abierta las veinticuatro horas, todos los días del año. Cuando Luces de Bohemia, el lugar estaba ocupado por la Buñolería Modernista donde el héroe, a punto de convertirse en un moribundo, es recibido por un grupo de jóvenes radicales que lo vitorean. Él llega ya un poco borracho y acaba siendo detenido por alborotador. Y todo eso aquí, en este pequeño lugar, apenas transitado más que por turistas que, probablemente no sepan del pasado liteario, ni falta que les hace, y guiados por la atracción circense que es el Joy Eslava, al fondo a la izquierda.
A este lugar, sin embargo, le falta una cosa. Sería como Salamanca o Burgos o León si hiciera más frío. Y es que en Madrid nunca hace suficiente frío, a pesar de todo el pesimismo de Max Estrella. Siempre el aire de este puñado de callejuelas es más limpio que lo que cuenta Valle-Inclán. Y siempre, a pesar de todo el pesimismo, pasear por ellas o tomar un chocolate con churros aquí, en San Ginés, es reponer fuerzas para que el viajero continúe su marcha por este Madrid sorprendente, escondido a los ojos del que no busca.

domingo, 13 de enero de 2008

Recuerdo que la primera vez que oí hablar del viaducto de
Madrid fue en Salamanca. Leí una novela que transcurre toda ella en la capital, durante la República y la Guerra Civil. El viaducto aparece en varias ocasiones. Como lugar desde donde los tristes se arrojaban, y desde donde eran arrojados los traidores a la causa republicana. Desde entonces, el interés por esta obra ha ido en aumento. Tanto que, ya antes de llegar a la ciudad, sabía de todos los escritores que, de una forma u otra, han visto el viaducto de un modo diferente. Tal vez sean personas como González Ruano, Gómez de la Serna o Cansinos Assens los que han llevado el suicidio a la categoría de arte literario, visto a través del viaducto. Allí, cruzando la calle Segovia es donde los deportistas del salto al vacío, los precipitadores, hacían el último intento de superarse a sí mismos. Su mayor deseo era que algún escritor hinchado de bohemia los retratara en su salto del ángel. Y así, entre deportes extremos, absenta y vanguardias el viaducto ha llegado a formar parte de nosotros. Hasta que el anterior alcalde, Álvarez del Manzano, decidió romper la armonía, el equilibrio que existe entre la felicidad del saltador y el placer del artista imaginando ya el porrazo. Y se inventó un muro de plexiglás para poder dormir por las noches con la conciencia tranquila.
Ahora yo lo veo y, al no poder asomarme, porque además del suicidio estaba el disfrute de las vistas, siento que he llegado tarde, que el monumento a la desesperación, al último deseo ya no está. En su lugar, hay simplemente una construcción funcional, tan práctica (sirve para unir el Palacio Real con la iglesia de San Francisco El Grande) como poco interesante para el viajero.

sábado, 5 de enero de 2008

El otro día estaba con una amiga en la Gran Vía. Acabábamos de ver una exposición fotográfica de Marín (1908-1940) en Telefónica. Ella me comentó que podríamos ir a tomar algo a la zona de Chueca que, según me dijo, hay lugares muy agradables. También me propuso, ante mi gesto un tanto displicente, pasarnos por la zona de Lavapiés, y acercarnos a los restaurantes étnicos, especialmente indios, que inundan la zona como un Ganges de occidente. Entonces recordé que había un lugar que, siempre que pasaba a su lado, me hacía girar y observar su interior con curiosidad grande. Así que le sugerí que confiara en mí y me siguiera en dirección al Palacio Real.
Bajamos por Montera, menos poblada de putas de lo que su fama cuenta. Al llegar a la Puerta del Sol, a mi amiga se le ocurre que me gustaría ver el lugar donde se fundó el Psoe de Pablo Iglesias. Y me lo muestra con cierto orgullo, junto a la calle Preciados y el Corte Inglés. Es un bar restaurante más famoso, a pesar de su importancia política, por sus pinchos. El socialismo, como anteriormente el carlismo o el vanguardismo, pertenece cada día más a la Historia.
Seguimos por el Arenal en dirección a la Plaza de Oriente. Mi amiga, medio en broma, me dice que si sé adonde vamos. Allí, en medio de todo el bullicio de la Navidad, entre turistas, personas de pega, y parejas de clase media buscando regalos para sus niños, le digo de nuevo que confíe en mí. Al llegar a la Plaza de Isabel II, donde se halla el Teatro Real, el ambiente se calma un poco. Todo se suaviza, y el ruido desaparece. Es algo muy extraño, como si, de repente, estuvieras desnudo, y sientes vergüenza, y no sabes qué decir. Las bromas, por ello, se multiplican, y así, entre risas, llegamos al Café del Libro, La Buena Vida. Está situado a media altura de la calle de Vergara, una vía poco iluminada y propicia a la intimidad que buscan los libros.
El lugar es pequeño, acogedor, y atiborrado de libros. Todos se venden pero, si el viajero lo desea, puedes descansar y leer mientras tomas un café o una cerveza. Hay sólo cuatro mesas, quizá cinco. Nosotros nos sentamos en el centro del lugar, protegidos por el muro de la barra del café. Exactamente a la derecha de la foto, en la parte baja.
Sin embargo, lo que más me gustó, fueron las personas que lo regentan. Hay un hombre con barba y rostro simpático que, amablemente y ante tu desconcierto por la falta de costumbre, nos pregunta qué deseamos tomar. Le pido un té con limón y un cortado. También le pido algo de comer, y me dice que tiene algunos canapés salados, pensados sobre todo para las cervezas, pero que me los pondrá sin ningún problema. También hay una muchacha que sonríe, los ojos brillantes y felices, y, con un saltito cimbreante, se coloca a un lado para que pueda hacer la foto.
Y así pasamos un rato muy agradable y relajado en La Buena Vida. Me da la impresión de que es como una capilla, es íntimo, te induce a ser sincero y mires donde mires siempre hay un libro en el que refugiarte.
Al marcharnos, el hombre y la muchacha nos dan las gracias y nos miran a los ojos con gran familiaridad. Me gustaría volver solo y pasar una tarde entre libros y cafés.

viernes, 4 de enero de 2008


La mujer que se protege tras la eñe es Madrid. Abierta al mundo, pero celosa de su intimidad; receptiva a todo el que llega, pero derrochando español por los costados de su alma; con la mirada sin prejuicios, pero amante de sus costumbres y tradiciones.
En una ocasión hablábamos de su voz. Yo dije que era áspera. Y lo que yo creía ser un piropo, me pareció que ella lo recibió como algo negativo. Madrid es, como su voz y el jazz, áspera, que necesita de tiempo y paciencia para saborearla con placer. Una voz áspera lo es siempre desde la experiencia. Y Madrid es áspera, hasta que uno aprende a disfrutarla, claro. Cuando eso sucede, el viajero ya no puede prescindir de ella. Igual que el buen vino, o el jazz, o su voz. Es necesario aprender a disfrutar de todo aquello que es lo mejor, y que, por lo tanto, no es para espíritus fáciles o mediocres. Madrid, como esta mujer, o el jazz, no es para personas que se conforman con cualquier cosa. Tal vez por ello no todos saben vivir en esta ciudad, como no todos saben vivir junto a esta mujer que se nos muestra con unas manos entrañables, delicadas y cariñosas sosteniendo su protección . Tal vez, por ello, es casi imposible aprender a vivir en Madrid por uno mismo sin la ayuda de alguien que sepa cómo es, del mismo modo que es casi imposible vivir junto a esta mujer sin un plano del alma. Quien lo haga se aventura a perderse y a no encontrar nunca el camino que te lleva hasta ella.
No creo que nadie haya aprendido a disfrutar del jazz, con toda su aspereza, o de los buenos caldos, o de esta ciudad, sin que alguien haya guiado al viajero. En mi caso, ella es quien me ha guiado por Madrid, por sus calles. Ella es quien ha hecho que Madrid se haya transformado ante mis ojos. Y lo ha conseguido viajando a lugares con mucha historia. Pero, sobre todo, lo ha hecho seduciéndome con la voz, a la manera de una saxo a lo Miles Davis, o Joshua Redman.