jueves, 28 de febrero de 2008

Cuando el viajero pasea por Madrid acaba acostumbrado a cruzarse con mujeres espectaculares, neumáticas, archiperfectas, atléticas, dinámicas y en absoluto vulnerables o siquiera accesibles para quien tiene prisa. Son mujeres que requieren su tiempo, su cuidado, incluso a veces de la inteligencia del viajero para conseguir una sonrisa o una mirada que hagan el caminar más informal.
Las mujeres de verdad, sin embargo, además de tener curvas, dan calor a quien se aproxima a ellas. El problema es que estas mujeres apenas abundan. Para encontrarlas se precisa de una buena brújula y un amplio conocimiento de las calles de la ciudad, de sus rincones y secretos. De lo contrario, se corre el riesgo de perderse entre falsificaciones de las que luego ya no es posible desprenderse.
Ahora, a las mujeres que valen la pena les gusta tener energía, ir rápido a todo, saber hablar de todo, sonreír e incluso enfadarse con uno si es necesario. Pero el calor, la cercanía que expelen nunca llega a materializarse. Son dulces, amigables e, incluso, muy sensuales. Hay algo, sin embargo, que las iguala a las neumáticas. La dificultad para ser normales. Cuando hablan con el viajero, lo hacen siempre con recelo. En el fondo, no acaban de creerse que sólo te interese charlar, o tomar café. La reacción de las neumáticas es, empero, distinta. Como no te creen, te ponen sus pechos chirriantes como neumáticos nuevos en la cara, con la esperanza de descubrir que hay truco. Y uno sólo quiere charlar y pasar un rato agradable con una mujer. Ya llegará el sexo, si es que ha de llegar.
Y cuando el sexo llega, todo depende. A veces al viajero le urgen cuidados intensivos, y en otras ocasiones, agotado de conocer y descubrir, el viajero quiere el confort que produce sentir que estás en casa, sentir que los dedos dulces de una mujer saben llegar a lo más profundo de tu alma, y completan el último tramo del viaje, el que hace que vivir en Madrid sea inolvidable.

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